martes, 25 de marzo de 2014

LA BICICLETA DE LUISITO


En el magnífico libro Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán-Gómez, el autor narra la historia de un chaval, Luisito, que le pide una bicicleta a su padre para poder cortejar a su amiga con la que mantiene un idilio amoroso, pero debido a los graves impedimentos provocados por la invasión franquista en Madrid, donde viven los protagonistas, esta petición se ve truncada y otros muchos sueños también acaban esfumándose… 

La historia sucede en un barrio céntrico madrileño, cuenta los padecimientos y vivencias de una familia y su entorno vecinal cuando se ven ultrajados por una violencia guerrera que siempre rechazaron. Eran los inicios de la que sería la dictadura franquista (1939-1975), un periodo oscuro de nuestra historia más reciente. Fue una época de privación de libertad, una era de absoluta vesania. Pero como dijo alguien alguna vez, "todo lo que empieza tiene un final", y el final llegó y con el final brotaron los secuaces franquistas que no querían que aquello acabara. Hubo un bombardeo de tiras y aflojas entre los diferentes estamentos sociales, pero por encima de todos sobresalió aquel señor tan repeinado, de firmes palabras y mirada íntegra, Adolfo Suárez González, que buscó la unión del pueblo, la libertad y el entendimiento. Aquel hombre fue como el Luisito de Fernán-Gómez, una persona poblada de bellas ilusiones, soñadora, que buscó la armonía, la reconciliación y el humanismo por encima de cualquier creencia política o religión. La diferencia fue que Luisito no consiguió esa bicicleta tan deseada con la que vería cumplido su sueño, esa bicicleta que simbolizaba la libertad y el aborto de la dictadura franquista y así poder continuar con su vida rebosante de fabulosos planes de futuro. En cambio Suarez si lo logró, consiguió esa bicicleta que significaba todo eso que Luisito perdió y que ahora nosotros podemos disfrutar. Tal vez era el momento adecuado, pero lo que está claro es que alguien tenía que subir a la bicicleta de Luisito y tirar para adelante por un arduo y empinado camino, sorteando grandes socavones y todo tipo de cepos, y ese alguien fue Suárez.

martes, 18 de marzo de 2014

RETALES DE ESCRITORIO


En mi escritorio tengo por costumbre colgar imágenes de lugares que estuvieron presentes en mi pasado o forman parte de mi hoy. Hay prendida una preciosa foto de la calle Alcalá con su admirada puerta al fondo de la imagen, en un día encapotado, frío y nevoso del invierno madrileño en el que se aprecian algunos copos cayendo lánguidamente. También hay un precioso montaje de varias fotos que hice desde el mirador de la planta 95 del Empire State en la que se ve toda la parte norte de Nueva York situada entre el Hudson y el East River con Central Park en el centro de la imagen y cientos de rascacielos emergiendo como colosos cobijados bajo un fabuloso cielo azul celeste. También hay en mi escritorio fotografías captadas desde el mar en las que se ve la linea de costa barcelonesa y algunos veleros escorados luchando contra el viento y las olas en su lento peregrinaje hacia el puerto salvador. Veo a Zape en mi escritorio (el moreno de Zipi y Zape, Zipi era el rubio) y a Pinocho y un dibujo a carboncillo de un velocípedo (esas vetustas y entrañables bicicletas que tenían una rueda exageradamente grande y otra pequeña), el origen de nuestra bicicleta actual inventada en 1873. Miro y también veo un recorte de aquel juego llamado "Magia borrás", una caja azul marino con grandes letras amarillas y una varita mágica cruzando de lado a lado. Incluso tengo un recorte de la famosa boca con la lengua fuera de los Rolling de un rojo chillón apabullante. Una de mis últimas adquisiciones es la fotografía de unos patucos recortados con el escudo del "Atleti" zurcido en el empeine en recuerdo de mi segunda paternidad recientemente estrenada, ¿será colchonero como su padre?… También hay recortado un cuadro de Miró que me fascina, otro de Picasso (uno de su inquietantes retratos cubistas de mujeres con narices prominentes) y otro de Velázquez, concretamente un pequeño fragmento del cuadro de "Las Meninas" en el que aparece él autorretratato, viste un peto negro con la cruz roja de la Orden de Santiago en el pecho y que por cierto, si le ponemos unos quevedos (su nombre viene del ilustre escritor español del Siglo de Oro), el parecido con el propio Quevedo es asombroso ¿eran familiares?. El Chat Noir también está presente...
Son pequeños retales de mi vida, de mis inquietudes, de mis dichas. Instantes que han sido, son y serán.

martes, 11 de marzo de 2014

11M, EL ÚLTIMO BESO A LAURA


Han pasado diez años y los sentimientos que florecieron aquel siniestro día continúan intactos en mi interior, como una semilla de trigo atrapada en un ámbar milenario. Recuerdo sobretodo un fantasmal silencio y el sibilino poder de enmudecer a toda una cuidad incapaz de reaccionar ante semejante atrocidad inhumana. 

Aquel día fatídico me levanté como cualquier otro día dispuesto a ir al trabajo y asumir alegremente la rutina diaria. Mientras desayunaba empezaron a llegar las noticas confusas a través de la radio: "Un artefacto ha estallado en…", "la linea de cercanías está cortada…", "los fallecidos en la explosión…", "otro artefacto…", "la columna de humo puede verse desde…", mientras se me atragantaba el café oía constantes sirenas de la policía de una comisaría cercana en el barrio de Moratalaz. Las informaciones que iban llegando te dejaban sin aliento, lineas de ferrocarril y metro paralizadas, cientos de ambulancias y coches de policía cortaban las calles de medio Madrid, la ciudad estaba colapsada. Empezaron las terribles llamadas de teléfono a familiares y amigos, las que tu hacías y las que recibías, por suerte para mí los seres más cercanos estaban bien, pero desgraciadamente conozco a personas que aquel día perdieron a sus seres más queridos sin ningún tipo de deferencia hacia nadie, la locura y la violencia del ser humano no tiene límites.  

Aquel monstruoso día Laura, una preciosa niña de cuatro años con dos graciosas y perennes coletas rubias y unos grandes ojos castaños que representaban la absoluta inocencia, fue acompañada por sus padres al colegio, igual que cada día. En el trayecto de cinco minutos caminado desde su casa al colegio la niña iba saltando feliz, agarraba firmemente con sus pequeñas manos las de sus padres, una mano de su madre y otra de su padre, Laura en el centro. Así le gustaba ir, de la mano de sus padres, charlando de sus dibujos preferidos, de su mejor amiga de clase o de la chaqueta tan "chula" que llevaba hoy mama, totalmente ajena a lo que iba a suceder. Ellos la dejaron en su clase con sus amigos, despidiéndose de ella con un beso y sin saberlo Laura, ese fue el último beso que recibió de sus amados padres. Ese beso fue una fuga en el tiempo, un instante eterno de amor que no volverá a repetirse jamás para Laura. Ese beso fue un adiós oculto, una despedida inesperada. Ese beso fue el último recuerdo que Laura tiene de sus padres, un recuerdo quizás difuminado por su pronta edad y los diez años transcurridos. El 11M también fue eso, el último beso a Laura.

Como era habitual los dos padres se dirigieron a coger por última vez el tren de cercanías en la estación de Santa Eugenia y sin tener ninguna opción, desconociendo su trágico final, nada más subir al tren una fuerte explosión en el vagón donde se encontraban dejó a Laura sin padres. Ahora esa niña huérfana tendrá catorce años y una fecha, el 11M, grabada para siempre a sangre y fuego en su alma. 

A media mañana me armé de valor y decidí ir al trabajo. Cogí el metro, era lo habitual, el silencio era sepulcral, es algo que todavía tengo muy vivo como recuerdo, el silencio, el silencio donde siempre había vida, voces y movimiendo, el silencio en el transporte público, en las calles, en las oficinas, en los comercios. Pululaba en el aire el pensamiento que podía haberle tocado a cualquiera. Se respiraba en el ambiente una pesadumbre que invadía toda la ciudad y nunca antes había percibido, era difícil contener el aliento, no existían los diálogos habituales en el metro y que a veces escuchabas irremediablemente. Al llegar a Colón caminé un minuto para llegar al edificio en el que trabajaba. Los pocos compañeros que habíamos decido ir a trabajar como muestras de resistencia contra unos asesinos que no podrán nunca parar el mundo con su viles y cobardes acciones, estaban tristes y afligidos, todos conocíamos alguna tragedia, fue un día muy amargo. 

Hoy Laura es una estudiante ejemplar de tercero de ESO. Con el apoyo de todos consiguió sobrellevar su terrible desgracia. Hoy Laura es un ejemplo de fuerza y superación al que hay que recurrir para dignificar y no olvidar a los fallecidos de aquella despiadada tragedia y desear a todas las Lauras que sufrieron aquella fatalidad un futuro prometedor, pleno de aquellos besos robados que ya nunca volverán.

martes, 4 de marzo de 2014

LA MACETA Y LA ESPADA


Cualquier día acabamos a hostia limpia con el primero que se cruce en nuestro camino y nos toque un poco lo intocable. El "límite de tolerancia" (este es un término acuñado por los estudiosos de la psique que indica hasta donde somos capaces de aguantar sin revelarnos, aspecto que encuentro muy variable según la persona, la situación y mil matices más) está bajando considerablemente.

Sin ir más lejos dos hombres acabaron a espadazo y macetazo limpio tras una discusión. Lo que me extraña no es que se enzarzaran, sino que lo hicieran con una espada y una maceta. Resulta que en una apacible urbanización a las afueras de Houston una mujer decide llamar a su ex marido para que venga y la auxilie porque estaba teniendo una discusión morrocotuda con su actual marido (?), primera sorpresa, parece que lo normal es al contrario, en fin, sigamos. 

Al cabo de un corto espacio de tiempo el ex marido llega raudo y veloz cual paladín para salvar a su amada del malhechor que en este caso es su marido (?). Aquí es cuando comienza una nueva discusión, ahora entre el ex y el actual. La cosa va subiendo de tono hasta que se alcanza la violencia (se rebasa en "limite de tolerancia" al menos de alguno de los dos contrincantes) y el marido actual decide defenderse o atacar con una espada, la "espada maestra de Zelda" (cuidado que la cosa pinta en espadas), que además tiene bien afilada (por lo visto es muy aficionado a la saga The legent of Zelda, tiene varias espadas y disfraces que utiliza en convenciones de frikis en las que todos alucinan en colores) con la que apuntó al ex. Según dice el marido actual fue el otro (el ex), el que se abalanzó sobre la espada y se pinchó con la afilada punta haciéndose un herida (esto me recuerda a Gila cuando contaba algo parecido el clave de humor haciendo ver que un señor acusado de apuñalar a otro se defiende diciendo que el apuñalado se abalanzó sobre el cuchillo…). Bueno, el caso es que el ex marido huye despavorido del pirado que le amenaza con la legendaria "espada maestra de Zelda" aun perdiendo su tan loable honor caballeresco. 

Pero la cosa no queda aquí. Supongo que sintiéndose humillado el ex marido decide volver al ataque y resuelve entrar al castillo (aquí mitifico un poco la lamentable y jocosa situación) en busca de su amada (antigua amada, después ex amada y ahora otra vez amada) que está en las garras del villano, pero este, mejor armado vuelve a propinarle dos golpes certeros en el pecho y el la pierna. Casi languideciendo nuestro afanado salvador (ahora casi quijotesco) se arma con una maceta (desconozco las dimensiones, pero una buena maceta acojona lo suyo) y triunfalmente la estampa en la cabeza del portador de la proverbial "espada maestra de Zelda" dejándole KO de tan magistral golpe. La historia acaba con los dos en el hospital y la amada ilesa y fuera de cualquier peligro, al menos para ella terminó bien.

Quizás los "limites de tolerancia" están por los suelos o tal vez estamos volviendo al siglo XV. A mi personalmente me gusta más la idea de volver a siglos pasados, al menos unos minutos cada cierto tiempo, soy admirador del acero toledano, incluso tengo varias réplicas de antiguas espadas, réplicas hechas con mimo por habilidosos herreros, pero evidentemente son un mini tesoro personal que admiro como si fuera un Picasso. Una cosa resulta inevitable para cualquiera que las ve, todos quieren empuñar alguna y una vez empuñada realizan unos movimientos como si fueran el mismísimo Lancelot, aspavientos tan inevitables como intentar parar la rotación de la tierra. 

Tal vez fue eso lo que le pasó al poseedor de la "espada maestra de Zelda", que una vez empuñada la espada una fuerza interior suprema le empujó a dar mandobles a diestro y siniestro.