miércoles, 9 de diciembre de 2015

MEJOR LA VOZ

Desde hace ya algún tiempo los smartphone nos permiten comunicarnos a través de video-llamadas (llamadas con imagen). Un sueño hecho realidad. ¿Quién lo hubiera imaginado hace tan solo unos años? Y cuando digo unos años me refiero a unos diez años, como mucho quince, eso no es nada. Todos los que rocen la cuarentena o la hayan rebasado saben por propia experiencia de lo que hablo. Aquella concepción de la comunicación era futurista, y ahora, es presente. Pero, ¿qué ha sucedido para que aquel codiciado futuro se diluya ante nuestros ojos? Múltiples explicaciones nos podrían dar una respuesta convincente. La primera y obvia es el dinero, las video-llamadas son más caras que las corrientes llamadas de voz. Es cuestión de transmisión de datos. Transmitir una voz son muchos menos datos digitales que trasmitir una imagen en movimiento más voz. El aumento de precio es hasta cierto punto lógico. No es lo mismo transportar doscientas cajas de naranjas que mil cajas de naranjas, de necesitar un camión pasamos a dos o tres, depende de la capacidad del camión. Y aquí está la cuestión del asunto, me refiero al precio de las video-llamadas, “la capacidad del camión”. Todos somos capaces de evaluar la capacidad de carga de un vehículo, pero en el mundo virtual todo es muy suigéneris. ¿Cuánto es mucho o poco? En el mundo digital o informático lo que hace diez años era mucho, hoy en día es irrisorio. Transmitir cien kabytes era un tremendo éxito que parecía conseguirse tras un gran esfuerzo de investigación y cientos de conexiones muy costosas, hoy en día cien kabytes es literalmente ridículo. Y no digamos si hablamos de bytes, tan en boca de todos hace unos años y hoy relegados al pasado más prehistórico, desde el punto de vista informático, claro está. Por lo tanto, el precio de las video-llamadas debería ser algo asumible por cualquier usuario de teléfono móvil. 

Este no es, ni de lejos, la principal causa para que no hayan cuajado las video-llamadas entre la población. La causa primordial apareció tras comenzar a utilizar esta nueva posibilidad de comunicación. De repente se dieron cuenta con alarma que su intimidad estaba siendo violada. Con la llamada simple de voz aparentabas mostrar atención con el otro interlocutor mientras te preparabas la cena o repasabas una revista o te cambiabas de ropa o te petabas los granos de la cara o incluso mientras miccionabas. Esta dualidad desaparecía con la video-llamada. El hecho de aparecer en la pantalla y que el otro pudiera verte implicaba tener que prepararte para que te viera bien, o al menos como tú quieres que te vean. La vanidad entraba en juego, todos queremos aparentar una cierta imagen. Esto provocaba un estrés emocional cada vez que tenías que llamar o cada vez que recibías una llamada. Era como si llamaran a tu puerta y estuvieras en pijama y despeinado y te vieras obligado a acicalarte rápidamente antes de abrir. La situación era similar: sentías el tono del móvil y como te cogiera en casa o en alguna circunstancia o lugar que el otro (el que llama) no te pareciera adecuada, te veías envuelto en una vorágine de transformación del imagen y del entorno que realmente te angustiaba. Imagínate una llamada de tu compañero de trabajo a las nueve de la noche cuando estás en casa repanchigado en el sofá. Lo fácil que es utilizar solo la voz y mostrar toda la atención que quieres aparentar mientras estás tirado en pijama y mirando las televisión. En cambio, una video-llamada implica tener que transformarte y aparentar físicamente tu imagen del trabajo. Antes de contestar vas volando al lavabo y te peinas lo mejor que puedes, luego vas a tu cuarto y te pones una camisa, los pantalones no hacen falta porque no se ven, pero mucho cuidado de no mover el encuadre, podrían salir los pantalones del pijama, sería un enorme ridículo. Buscas un fondo adecuado que quede bien, no quieres que se vea el desorden casero. Te colocas junto a la ventana y descuelgas estresado después de tres carreras. La conversación, que posiblemente se podía haber pospuesto para el día siguiente en la oficina, pasa sin pena ni gloria y cuelgas de una vez. Vuelves a ponerte el pijama y te repanchigas en el sofá. La televisión es mediocre a más no poder. Decides ponerte el siguiente capítulo de la serie que ahora te tiene enganchado. A los diez minutos de estar disfrutando de las veleidades de Don Draper y compañía, vuelve a sonar el teléfono. ¡Hay que joderse!, ¡otra vez el compañero de trabajo!, ¿qué cojones querrá ahora? Otra vez a la carrera. Pones pausa en la serie, el niño pequeño empieza a dar la lata y no quiere irse a dormir, vas corriendo de nuevo al lavado para peinarte y acicalarte lo justo para dar una imagen adecuada. Rápido a tu cuarto, te pones la camisa, el pantalón del pijama te lo dejas, cuidado con el encuadre. Vas hasta la ventana de antes y descuelgas. “Hola Alfredo, ¿otra vez?”, dices disimulando el malestar que te ha generado la llamada. “Anda, pero…, lo siento, me he confundido, no quería llamarte”, dice. La terrible molestia de tener que prepararte para contestar por segunda vez, sumada al cabreo que se desata en tu interior por la equivocación de ese compañero de trabajo, hace que estés a punto de lanzar el teléfono móvil por la ventana que tienes justo detrás de ti. Con una sublime contención de tu cuerpo y tu mente logras despedirte de Alfredo con las palabras adecuadas. Pero estás punto de estallar, la presión acumulada tiene que salir por algún sitio, eres una olla a presión. Mañana mismo vuelves a la llamada de voz de siempre.

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