martes, 2 de febrero de 2016

NOMBRES INMISERICORDES

El nombre es importante. Es la manera más rápida de identificar a alguien o algo. El nombre es tan importante, que en algunas ocasiones ha servido para definir un determinado objeto, una enfermedad o una actitud, o incluso, toda una época de la historia. La Francia napoleónica, todavía tiene complejo de Edipo, sus actos son maquiavélicos o el espectáculo fue dantesco, son algunos ejemplos. En estos casos el nombre se ha magnificado por su relevancia social, pero no olvidemos, que cualquier nombre está ligado a una serie definiciones que a todos nos asaltan nada más oírlo. Manuel tendrá un significado diferente para el que conozca un Manuel en el trabajo y sea un joven que acaba de entrar y anda perdido aún, o sea el jefe cascarrabias y soberbio de toda la vida. Imagínense para la mujer que tiene un jefe así llamado Manuel y, por esas casualidades de la vida, su marido también se llama Manuel. El batido bicefálico debe ser preocupante. Creo que, llegado un momento dado, tendría que decidir.

Si recibes una llamada de una mujer que se llama Margarita y tiene una voz delicada, es diferente a descolgar el teléfono y escuchar un vozarrón de un señor que dice llamarse Ramón. Si caminas por la calle Laurel, es muy diferente a pasear por la calle Infierno, aun siendo las dos arquitectónicamente muy parecidas. Por cierto, la calle Laurel de Logroño es un ejemplo real, recomiendo encarecidamente una visita. Lo mismo ocurriría con el monumento a la Víbora o la escultura a las Mariposas. 

Todos los nombres llevan a sus espaldas una serie de connotaciones. Si por un casual, caminando por Roma o por Nápoles, me encuentro con la avenida Mussolini me llevaría una sorpresa mayúscula. Esa avenida pasaría a ser un lugar oscuro e infecto, y los responsables de nombrar esa avenida con ese nombre pasarían ser unos indeseables, de la misma forma que las personas que pueden cambiar ese nombre y no quieren hacerlo o tanto les da. No me imagino pasear por Berlín o por un pintoresco pueblo de Baviera y encontrarme con la calle Goebbels, mano derecha de Hitler. O pasear por Valparaiso o Constitución y encontrarme un monumento a Pinochet. El caso es peculiar, lo que parece lógico en el extranjero, aquí no lo es. En España es relativamente corriente encontrar calles, plazas y monumentos en honor a algún personaje relevante de la dictadura franquista. Avenidas del Generalísimo deben de haber a cientos. Yo conozco unas cuantas. Lo mismo ocurre con un tal Primo de Rivera. Monumentos a “héroes” franquistas se erigen tranquilamente en plazas y paseos. Es difícil entender la cerrazón de algunos políticos conservadores. Su deseo manifiesto de mantener el recuerdo público de personas que pertenecieron activamente a un régimen militar dictatorial va más allá de lo racional. Si uno quiere adornar su casa con un cuadro de dos por dos con la cara de Franco porque le satisface o le genera unos recuerdos emotivos de otra época dorada a su entender, pues adelante, que lo haga, pero que lo haga en privado. Como si quiere tatuarse en el glúteo el águila con las flechas. De ninguna manera es ético, ni moral, ni lícito mantener nombres en calles o plazas, exponer monumentos o enarbolar, de algún modo, una dictadura y unos personajes que fueron los responsables de casi cuatro décadas sangrientas y de privación de libertades.

No hay comentarios:

Publicar un comentario