martes, 10 de mayo de 2016

LOS MISTERIOS DE VELÁZQUEZ (II)

Continua…

Velazquez no fue admitido por la Orden de Santiago. El hecho enfureció a Felipe IV, que tenía al pintor en gran estima, y se decidió a tratar el asunto directamente con el Papa. La vinculación de la Orden con el Papado era evidente, si bien los caballeros de Santiago esgrimían sus estatutos como requisitos imprescindibles para producir el ingreso de cada nuevo caballero. El rey Felipe IV “removió Roma con Santiago” —justamente desde entonces se popularizó la conocida expresión—, y consiguió, por fin, que se hiciese un nuevo proceso de ingreso, al cual acudió como testigo principal, un amigo de Velázquez, también pintor, llamado Francisco de Zurbarán, famoso ya por ser un pintor netamente religioso, el cual en un malabarismo dialéctico, explicó al cabildo que ni mucho menos las manos de su amigo eran las que les daban de comer, sino que con ellas sólo hacía que expresar su arte, cosa que, por otro lado, era de público reconocimiento. En pocas palabras venía a decir que Velázquez no era un artesano, como se consideraba en España a todos los pintores, incluido él, sino que  de la misma forma que sucedía en otros países, Italia por ejemplo, los grandes pintores eran cortesanos y, por tanto, no comían de sus manualidades.

Es indudable que la Orden cambió su veredicto, pero eso no fue hasta el año 1659: ¡Tres años después de haberse pintado el cuadro! Por lo tanto, surgen diferentes misterios. ¿Cómo es posible que tres años antes el pintor supiera que le iban a declarar caballero de la Orden de Santiago? ¿Sin ostentar esa distinción, se hubiese atrevido a lucir el emblema de la Orden? Es muy probable que no. No fue un acto de soberbia pintarse con la cruz en el pecho, ni el rey se lo hubiera permitido, pero entonces, ¿cómo es que la luce de manera tan ostentosa? La pintarían después, podrá decirse y seguro que se acierta, pero ¿quién la pintó?

Cuando se produce el nombramiento, Velázquez es un anciano enfermo y próximo a su muerte, que se producirá un año después. Por otro lado el cuadro se encontraba en el Real Alcázar de Madrid, al parecer en el despacho del monarca, por lo que no es fácil que el pintor pudiera haberlo actualizado con la famosa cruz. En otra consideración, no cabe la menor duda de que la persona que añadió la cruz en rojo, sobre el fondo negro del jubón, sabía lo que estaba haciendo. Será un añadido, lo sabemos porque la cronología es así de intransigente, pero de la propia contemplación del cuadro no se puede desprender que estemos ante un apaño ocurrido tiempo después. Es aquí donde el mito logra, con su fina ironía, ese toque sublime que transforma lo corriente en único. Ese toque que a veces produce justamente lo contrario, pero siempre es insólito y enigmático.

¿Quién pintó la cruz sobre el pecho de Velázquez? Cuenta la leyenda que enfurecido porque el reconocimiento del alto honor de pertenecer a la Orden de los Caballeros de Santiago, le hubiese llegado al pintor tan tarde que apenas pudiera disfrutarlo, el propio monarca, Felipe IV, a la sazón con mucho años encima y bastante aquejado, pintó de su propia mano la cruz roja que es el objeto de misterio. Esta es una posible solución al enigma, pero por lo poco que entiendo de pintura diría que no. Quien pintó aquella cruz tenía mucho oficio y a menos que el propio monarca fuese un pintor consumado en sus ratos libres, no podría haber conseguido la naturalidad con que el adorno luce sobre el pecho. Entonces, ¿quién la pintó? La solución al misterio parece evidente: la cruz la pintó Velázquez, aunque achacoso, cuando se acercó por los reales Alcázares llevando en su mano el pergamino que le acreditaba como miembro de la Orden y con el deseo de mostrárselo al rey, al que a su vez quería agradecer su intervención. El rey estaría en su despacho cuando el pintor apareció por allí a darle la buena nueva. Como dos amigos, celebraron el acontecimiento y al rey se le ocurrió una terrible venganza: “¿Porqué no fastidias a esos soberbios y te pintas la cruz en el pecho en ese cuadro de la Infanta?” Vendría a decirle, más o menos, señalando el majestuoso cuadro. Y el otro, ni corto ni perezoso, abrió la caja de pinturas que siempre llevaba consigo, subido a un escabel de madera de olivo, en donde el rey apoyaba los pies en sus momentos de descanso, y pintó la “cruz de gules” en su propio pecho.


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