martes, 5 de julio de 2016

Y VUELTA A LAS BANDERITAS

No soy partidario de las banderas. Son la representación arrogante y excluyente de algo ficticio. El pueblo, altivo y gregario, las levanta como símbolo de no sé qué, las ensalza y se identifica con sus imaginarias diferencias. Estoy harto de ver banderas inglesas y estadounidenses en los medios de comunicación, una por el presuntuoso Brexit y otra porque son “la nación más grande del planeta”, la misma nación hiperbólica que denomina “series mundiales” a su Liga de béisbol. Pero, mirando más cerca, también estoy saturado de ver banderitas independentista en Cataluña, la que llaman “estelada” (de estrella), la que es como la cubana. Algunos ayuntamientos, que solo actúan para una parte de sus ciudadanos, la plantan en cualquier plaza, rotonda, farola o árbol del municipio. Algunos ciudadanos la cuelgan en sus balcones o ventanas. Valientes legos fantasmones. 

Mi parte nihilista crece cada día. Desde el punto de vista religioso nunca he creído en esos cuentos de fábula. Esto es debido en gran medida a que en nuestra sociedad hemos sido capaces de mantener las necesidades básicas a raya, la cultura se ha generalizado y somos más racionales. Nuestras preocupaciones ya no son buscar un sitio para dormir o cazar algo para comer. Entre comillas, nuestro sustento está asegurado y los temores divinos se han convertido, por fin, en lo que siempre han sido: una patraña de mentiras para manipular al pueblo necesitado. Ahora bien, estoy comenzando a desligarme emocional y afectivamente de la política y de la sociedad, y esto ya me preocupa más. Quizá es un problema de banderas y de la actitud que hay detrás de las personas que las sustentan, o tal vez es que ya han pasado demasiados años, la experiencia es una grado, y como se dice vulgarmente “a mí no me la dan con queso” o “vaya usted a venderle la moto a otro”.

Las bandera han existido desde la aparición del hombre. Hay indicios de ejemplares fechados en torno al 5000 a. de C., consistían en tocados de plumas que solían llevar los jefes de las tribus. A lo largo de los siglos se utilizaron como enseñas familiares. La primera bandera tal como la conocemos hoy en día apareció en China, donde se descubrió la seda, una material perfecto para su elaboración. De China pasó a los mongoles, cuyo ejército, comandado por Ghengis Khan, fue el primero en emplearlas. Desde allí pasó a la India, Persia, Roma y al resto de Europa. En el siglo XI, durante la Edad Media, los estandartes comenzaron a utilizarse para representar a los reinos que poseían tierras y dominios. Las ciudades fueron adoptando diferentes banderas como símbolos y en el siglo XVI se produjo la estandarización de los colores y los signos. Así, banderas tan revolucionarias como la francesa –de 1794, patrocinada por Lafayette y que unía los colores de París, azul y rojo, con el blanco de los Borbones– comienzan a representar ideologías.

Hacia 1875 aparecen las primeras enseñas nacionales y a partir del siglo XX se institucionalizan las banderas de gobiernos, agencias oficiales, fuerzas armadas, clubs marítimos, universidades, partidos políticos, marcas comerciales… Ha habido, y habrá, conflictos internos que se han derivado de la necesidad de elegir una u otra bandera nacional. Un caso fue el de Alemania tras la Primera Guerra Mundial, entre los partidarios de restaurar la bandera tricolor de 1848, procedente de una república democrática, y los que preferían mantener la diseñada por Bismarck en 1867. La discusión se zanjó con la llegada de Hitler al poder en 1933: el dictador apostó por la de Bismarck, siempre que se utilizara junto a la del partido nazi.


Y hoy en día, como si no hubiera pasado en tiempo y continuáramos en la Edad Media, seguimos dándole vueltas a las banderitas…

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